Introspecciones religiosas – Parte I
Pretendo ahora atender una serie de preguntas frecuentes las cuales reclaman una respuesta breve. En cada caso, la respuesta más completa la pospongo para una mejor ocasión.
I. ¿Cómo es que ahora pienso de forma tan diferente que hace veinte años en relación al cristianismo?
La gloriosa idea de cristianismo a la que con tanto fervor y compromiso me aferré hace veinte años incluye dos directrices importantes: (1) cada individuo tiene el derecho y la obligación de estudiar con profundidad la Biblia y, (2) el buscar seguir a Jesús, El Cristo, tiene preponderancia sobre cualquier otra cosa.
Durante los primeros siete años, más o menos, dirigí toda mi energía en tratar de absorber cual esponja lo más posible de quienes reconocía como maestros indiscutibles, dignos de imitarse. Durante este periodo acumulé toda la enseñanza y vivencia que logré poner a mi alcance. Surgieron dudas, sí, pero su atención quedó pospuesta pues mi prioridad en ese tiempo era lograr constatar cómo, en concreto, mis maestros, a quien tanto admiraba, ponían en la práctica aquellas dos directrices mencionadas. Un patente fundamentalismo fue la señal indiscutible de este periodo. El cual suelo comparar con el periodo de mi infancia física, colmado de felicidad y abrigado por brazos cariñosos. La tutela mental, auto-infligida en esta ocasión, también estaba presente.
Posterior a ese periodo distingo otro periodo en mi vida interior, ocurrido durante los siguientes doce años —más o menos—. Al inicio del cual empecé a buscar un siguiente nivel de profundidad en las mismas dos directrices mencionadas. Empecé poniendo atención a los temas que habían quedado pospuestos en el periodo anterior. Una desconcertante monotonía, en mi interior así como a mi alrededor, jugó también parte importante en la búsqueda por más profundidad. Estaba buscando explicarme el cúmulo de vivencias y enseñanzas del periodo anterior en un contexto amplio donde los cabos sueltos encontraran su lugar y su razón de ser. Reconocí que me faltaba mucha preparación, carecía de algún tipo de desarrollo del cual ni siquiera sabía cómo podría llamarse. Experimenté un amargo trago de realidad al contemplar, y luego al reconocer, el inmenso y grotesco tamaño de mi ignorancia; sumando la imagen del ridículo repetidor mecánico de ideas de otros, cual perico, en que me había convertido.
Por esa época mi ritmo de lectura empezó a mantenerse en dos libros por mes, sin contar el material que estudiaba debido a mi profesión. Al tratar de abrirme paso a través del Nuevo Testamento en griego, la hermenéutica y exégesis, la soteriología y los grandes pensadores cristianos, reconocí que ese siguiente nivel de profundidad buscado estaba más allá de mi alcance pues no lograba conciliar las piezas para alcanzar una explicación coherente de mis observaciones pasadas y presentes. Ejemplos: ¿cómo conciliar mi visión de un dios amoroso y compasivo del Nuevo Testamento con las atrocidades contra niñas inocentes que supuestamente el mismo dios ordenó en el Antiguo Testamento? ¿Realmente está justificada una jerarquía para la organización en la iglesia, y en tal caso, se sostiene dicha justificación en mi época? Si la iglesia y el reino de Dios son uno y lo mismo ¿por qué se siente como que el poder reside no en Dios sino exclusivamente en el liderazgo? —del cual empezaba a observar su enorme subjetividad aun en conceptos básicos: “así son las cosas en la administración de Fulano, y son diferentes que en la administración de Zutano”, donde Fulano y Zutano eran los nombres de diferentes líderes en funciones—. Era frecuente quedar perplejo al escuchar enfáticas aseveraciones cargadas de intransigencia e ignorancia desde el púlpito, contra la Ciencia, contra el Humanismo en general, contra todo lo que no se entendía. Por mencionar un ejemplo atroz: “Bertrand Russell y esos filósofos tuvieron un vida vacía” ¿Por qué se avalaba y se promovía dicho comportamiento?
Mis observaciones recurrentes durante dicho periodo, por más que me esforcé durante esos doce años, impedían que reconciliara mi conducta, y la conducta que observaba a mi alrededor, con las dos directrices mencionadas y que para mí eran las más importantes. La atención estaba centrada en otras cosas, pero no en la reflexión acerca de las supuestas directrices. En respuesta a mis preguntas al tratar de discutir el asunto, tan sólo recibía lo que llamábamos ultimátum. Lo cual no representó un problema insuperable para mí, tan sólo se añadió al conjunto de razones por las que opinaba que, como iglesia, estábamos muy lejos de lo que promulgábamos ser. Otra posible explicación planteaba que lo que proclamábamos ser nunca contó en realidad con el supuesto sustento bíblico, es decir, que en el cristianismo primitivo nunca existió una forma sostenida de vida en iglesia —como luego confirmé en mis investigaciones histórico-teológicas—. La imagen tan gloriosa de la iglesia por la cual estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de mi sangre, se tornaba más y más en una imagen más parecida a la imagen que evoca la bacinica en que se han convertido muchos sistemas políticos de Estado, secular o eclesiástico, en la Historia: cínico y corrupto. Desgarradoramente, para alguien con un estado mental infantil, me vi en la necesidad de aceptar tal idea.
Durante el periodo subsiguiente a ese de doce años de duración, mi vista de conjunto del cristianismo empieza a emerger —es el periodo en el que me encuentro actualmente— como resultado de buscar el sentido de lo que observé y experimenté en el pasado y en mi presente. Donde los cabos sueltos empiezan a atarse y puedo tratar de explicarme el porqué de los patrones recurrentes de conducta degenerativa en el ser humano. Tengo planeado articular mis reflexiones y conclusiones provisionales acerca de mi recorrido hasta la época presente. Así como prepararme para abordar proyectos filosóficos personales en el futuro.
Por lo que han generado en mi persona aquellas dos directrices iniciales podría decir que el saldo total a la fecha es positivo, si no fuese por esa sensación de haber perdido el tiempo en mis propias torpezas y necedades debido a no entender, más temprano en mi vida, qué es el pensamiento crítico.
El cristianismo, como lo voy entendiendo hoy en día, definitivamente no es lo mismo que entendí hace veinte años. No creo que alguien piense, honestamente, que yo pudiera haber vivido tantos años empeñado en conocer y reflexionar sobre lo que me interesaba a más no poder, y al mismo tiempo mantener la misma percepción dogmática e infantil del principio.
II. ¿Cómo pudo llegar a cambiar aquel compromiso personal de fidelidad a las enseñanzas bíblicas que recibí originalmente y que tan seriamente tomé al principio?
En realidad lo que mejor puede describir mi estado de conciencia y conducta durante mis primeros años en la iglesia es un estado de enajenación y fanatismo. Es irónico que ahora reconozca esto pues era precisamente lo que por algún tiempo me temía fuese el caso. Pero, habiéndolo reconocido plenamente, con todas sus implicaciones, ahora puedo hacer a un lado mis miedos y disponerme a ir en pos de lo valioso del cristianismo, por lo que realmente me han interesado las enseñanzas de Jesús, El Cristo.
Entonces, en realidad lo que ha cambiado es mi entendimiento del objeto y sujeto de mi compromiso. En otras palabras, es ahora realmente cuando estoy empezando a entender el cristianismo, lo anterior me sirvió para reconocer lo que no es el cristianismo. El discipulado jerárquico absolutista, la obediencia ciega al liderazgo poniendo en segundo plano mi persona, y otras atrocidades por el estilo, son rasgos de mi propia estupidez y estado de enajenación.
III. ¿Qué sigue ahora?
Lo que es propio del ser humano cuando se equivoca: aprender y seguir adelante. Claro que tal aprendizaje implica analizar cuál fue el error, desde dónde proviene —aquí los sistemas escolarizados y religiosos de la infancia aportan responsabilidad—, en qué consiste lo realmente importante y tratar de no cometer el mismo error, sino otros para seguir aprendiendo:
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