El conserje de la percepción
Cierto. El darme clara cuenta de mis errores, el saber en qué consiste lo indeseable en mí, el reconocer que realmente no prefiero ser o actuar de determinada manera, y poder abandonarlo definitivamente, representa una de las más difíciles y a veces inalcanzables aspiraciones que pueda llegar a tener como ser humano.
Para lograr cambios personales, en la manera de pensar, de creer, de vivir, se requiere, como mínimo, que ponga de mi parte. ¿Cuál es mi parte?
Mis padres, mis familiares, los buenos amigos, en general todo aquel que tenga un amor desinteresado en mi persona muy seguramente aportarán su parte a tal cometido en la medida de lo que esté a su alcance. Pero si reflexiono sobre mi aportación real, mi contribución concreta al empeño de la transformación personal, entonces necesariamente debo partir de lo único que tengo a mi alcance, lo que tengo disponible para trabajar, lo cual es el conjunto de creencias y conocimientos que gobiernan mi conducta en el presente. Lo principal de mi parte no podría consistir en cambiar por fuera, en mi conducta o manera de hablar, sin primero cambiar por dentro, en mis creencias y conocimientos. Poner de mi parte para cambiar requiere que cambie, que mejore, mis creencias y conocimientos que provocan mi conducta y, ultimadamente, mi ser.
Hasta aquí el supuesto ha sido que la transformación personal es positiva. Pero si ese supuesto no existe, entonces no hay proceso de cambio, todo es cancelado y permanecemos en el mismo estado de conciencia y conducta, indefinidamente, por los siglos de los siglos. Es decir, “¿Para qué cambiar, si así estoy bien?” dice quien en realidad no quiere cambiar. “¿Por qué mejorar lo que creo ahora, si ya creo lo que es mejor?”, dice quien ignora el funcionamiento básico de la percepción humana.
Quisiera que al estar despierto mi conciencia estuviera conectada directamente con lo que está afuera de ella. Si esa conexión directa existiera, entonces al considerar un suceso, por ejemplo, un accidente automovilístico o al leer una narración histórica, entonces automáticamente mi conciencia conocería en el acto las causas exactas, reales, del accidente o el significado último del relato, sin ningún esfuerzo. Pero como tal conexión directa entre conciencia y realidad no existe, entonces es necesario hacer indagaciones para determinar las responsabilidades en el accidente, o para entender lo verdadero en los hechos históricos. Aun las mismas conciencias involucradas en dichos sucesos tendrían que ponerse de acuerdo, integrando sus percepciones, para llegar a saber qué es lo que en realidad aconteció.
No hay, pues, conexión directa entre mi conciencia y el mundo exterior. Mi estado de conciencia, todo mi contenido interno, resulta de la explicación que yo mismo me doy de la realidad externa. Hay una parte de mi mente que se encarga de hacer eso, es el mecanismo de la percepción, que cual portero o conserje va anunciado y explicando lo que llega del exterior. Al considerar lo que percibo con mis sentidos físicos, o lo que resulta de mis propios razonamientos, entra en acción mi conserje mental con el objetivo de poner en claro ante mi conciencia de qué trata lo considerado, es decir, tratar de entenderlo. Dicha labor empieza por buscar correspondencia con lo más parecido a algo entendido previamente, así mi mente se ahorra tener que entender cada cosa de nuevo. Si lo considerado carece de correspondencia entonces la labor del conserje termina avisando a la conciencia quien etiqueta como “no entendido” a lo considerado. Por ejemplo, si escucho que alguien me dice “Guten Morgen” u observo las señas que el cátcher le hace al pitcher en un juego de beisbol, sin hablar el idioma alemán o sin saber el código pactado, entonces tendría un serio problema de salud mental —o de honestidad— si digo que entendí a cabalidad tales sucesos.
Como en otras funciones del cuerpo humano, el conserje de la percepción también tiende a tomar la ruta del menor esfuerzo, pues es la que consume menos energía y es más eficiente. En este caso, la búsqueda de correspondencia con algo ya entendido previamente no es una búsqueda exacta, sino es una búsqueda de similares, de coincidencia de patrones. Por lo que si no tengo el cuidado debido, corro el riesgo de terminar aceptando como entendido algo que en realidad no guarda correspondencia con mi entender previo. Situación popularmente referida como confundir la gimnasia con la magnesia. Por ejemplo, lo mencionado hasta ahora en el presente texto puede tener alguna similitud con ideas de otro asunto que previamente haya yo entendido, digamos, la programación neurolingüística. Si permito a mi conserje de la percepción explicarme que ambos asuntos tratan de lo mismo y que, por tanto, no debo hacer ningún esfuerzo adicional para entender las diferencias, y que puedo con total despreocupación encasillar esto en la misma categoría que lo otro, entonces yo mismo me estoy poniendo el pie para tropezar.
Otra labor de mi conserje de la percepción consiste en siempre tratar de presentar a mi conciencia una explicación que sea consistente conmigo mismo. Aun si para lograr mantener tal consistencia deba transformar o alterar lo percibido para que guarde o restaure correspondencia con la imagen que tengo de mí mismo. Es un mecanismo de autodefensa o auto-preservación y al parecer también es un mecanismo natural del funcionar como ser humano. Se trata del mecanismo por el cual respondo ante la disonancia cognitiva que proviene de percibir dos ideas contradictorias acerca de mi persona. Por ejemplo, digamos que percibo las siguientes dos ideas:
1ª “Soy una persona sensible e inteligente”
2ª “No sé cómo desarrollar mi sentido crítico”
La trampa consiste en no estar consciente de dicho mecanismo y dejar que mi conserje elija automáticamente la opción que restaura la imagen de mí mismo, la opción que preserva el ego y resuelve inconscientemente la disonancia. Haciéndome creer —muy sinceramente— que “...todo esto ya lo sabía...” o “...es lo mismo que yo digo...”, y por tanto abandonar el esfuerzo que implica aceptar la disonancia cognitiva y resolverla desde el reconocimiento de que la imagen que tengo de mí mismo no es muy realista en resumidas cuentas.
Al ignorar los detalles hasta ahora mencionados pierdo la ocasión de intervenir oportuna y conscientemente en el proceso de mi percepción, para adaptar la labor de mi conserje evitando que al ser descuidado y perezoso termine siendo la causa de mi propio estancamiento interno, de la paralización de mi estado de conciencia —y por tanto, de mi conducta—.
Una manera con la que puedo conseguir adaptar la labor de mi conserje de la percepción es la autocrítica, el hábito de cuestionar mis ideas, mis creencias y mi conducta. ¿Cómo llegué a creer esto? ¿Cuáles son las bases de tal idea? ¿Cómo puedo estar más seguro de su certeza? ¿Cuáles ideas están siendo ocultadas de mi conciencia por mi conserje de la percepción?
Sin la autocrítica, sin el conocimiento de mí mismo, sin el cuestionamiento frecuente, en otras palabras, sin la práctica adulta del ejercicio filosófico, quedo inerme ante mis propios mecanismos naturales del ser persona. Por ejemplo, antes de entender lo ya mencionado, ¿cuál es la probabilidad de que haya terminado mezclando las siguientes tres ideas? (1) Una idea nueva acerca del aprendizaje a través de una relación maestro-discípulo, (2) mis ideas e intereses previos acerca de la disciplina militar, (3) la apabullante influencia cultural acerca de la jerarquías autoritarias promovidas por el pensamiento religioso y paternalista desde siempre. Como un seguidor acrítico ¿qué es más probable, que haya entendido muy bien la positiva intención original del concepto de tal discipulado o que haya tropezado conmigo mismo al terminar entendiendo una mezcla entre ideas nuevas y las prevalecientes en mí y en la cultura alrededor? Si entendí muy bien la positiva intención original, entonces habría evidencia indiscutible resultante de la conducta derivada de tal creencia, ¿la hay?
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