Homofobia
Hoy en día siento mucha vergüenza al recordar las meras opiniones que yo tenía en mi juventud acerca de la homosexualidad, pues son opiniones basadas en la más crasa ignorancia y en el miedo a lo distinto. La misma vergüenza, como si me presentara desnudo en público, la siento al contemplar mis meras opiniones sobre otros temas de los que no he investigado aún lo suficiente como para decir que haya logrado formar una opinión educada, amplia, proporcionada, y debidamente justificada.
La agenda de indagación filosófica que me he planteado tiene muchos temas esperando su turno; uno de ellos es el tema de la homosexualidad. Sin embargo, tal tema se abre paso a codazos, con fuerza propia, y se presenta entre las primeras filas en las audiencias del pensamiento dedicadas al análisis y al debate de otros temas, como el tema de la religión en general, y del cristianismo en particular. Por lo tanto, aquí no analizo aún el tema de la homosexualidad per se, pues eso sólo sería posible para mí después de investigar el asunto a profundidad y con la debida amplitud. El formar una opinión educada es especialmente importante para mí pues reconozco que vociferar meras opiniones resulta más parte de los problemas que de las soluciones —y en este caso la solución podría tener la forma de un poco de fibra moral para no sucumbir ante nuestro propio miedo irracional.
El tema de la homosexualidad ha surgido durante el análisis del cristianismo debido a la constante presencia de sus numerosas fobias. El cristianismo, desde sus primeros siglos, ha albergado y fomentado aversiones obsesivas en contra de quien amenace la visión del mundo que proviene de sus dogmas. Tal amenaza ha consistido simplemente en ser distinto y en pensar diferente. Así, un temor compulsivo e irracional se cimentó primero en contra de los paganos, quienes no aceptaron convertirse al cristianismo. Luego en contra de los judíos, por no aceptar los dogmas del cristianismo acerca de Jesucristo. Siguieron las mujeres, por ser —según ellos—de naturaleza jerárquica inferior al hombre. La misma suerte corrieron los primeros herejes o heterodoxos que perdieron los debates ante el devastador poder del nuevo Estado eclesial romano. Durante los siglos de la Edad Media se sumaron a la lista otros grupos marginados social y religiosamente, las “brujas”, los pueblos aborígenes, todo tipo de herejes, los pensadores de la Ilustración, y todo aquel que no rindiera sumisión personal y de sus bienes a la Santa Madre Iglesia Católica. En la época moderna se agregaron a la lista los comunistas y todo aquel de actitud subversiva o de izquierdas. En la época contemporánea la lista no es sólo una, sino que cada facción cristiana ha formulado sus propias listas de fobias. Las hay para todo aquel que no sea hombre blanco caucásico (ario) y adinerado —los latinos, negros, asiáticos, indígenas, mestizos, no son aceptados en los clanes ultraderechistas, como el KKK—; también hay fobias en contra de quienes no sean de cierta elite intelectual y socioeconómica, y al contrario también, las hay en contra de quienes sean adinerados o educados pues, según otras facciones, el cristianismo es sólo para esclavos y gente sin educación.
Aclaro que, históricamente, tales fobias no surgieron por la iniciativa propia de las audiencias manipulables que el cristianismo suele allegarse, sino directamente de las interpretaciones descuidadas de los textos bíblicos que han hecho los que se ponen al frente de dichas audiencias para decirles qué tienen que creer, pensar, decir, y hacer.
La homofobia ha estado en la historia del cristianismo entre sus muchos temores que no ha podido superar. En la actualidad hay algunos tipos de cristianismo que lo han superado, por ejemplo la Iglesia Comunitaria Metropolitana, o la Iglesia de Cristo Unificada, entre otras; pero son las menos. La aversión obsesiva en contra de las personas homosexuales, por parte de muchos tipos de cristianismo, se ha tornado relevante en los debates contemporáneos debido a un cónclave histórico que obedece, entre otras cosas, a la fuerza y versatilidad del pensamiento posmoderno. Sin embargo, la homofobia no ocupa un lugar especial entre las otras fobias del cristianismo en general, tan sólo ahora le ha tocado el turno en el paredón de la discriminación eclesial. Pero tal turno está peligrosamente latente para cualquiera que sea distinto o piense diferente al cristianismo.
Por último, quiero mencionar una argumentación teológica por la cual, históricamente, el cristianismo ha decretado su juicio en contra de la homosexualidad masculina:
La relación de la humanidad con el dios cristiano es una relación jerárquica —idea proveniente principalmente de Tomás de Aquino—, Dios en primer plano, debajo se encuentra el hombre —como sexo— y abajo en tal jerarquía se encuentra la mujer. Por tanto, ante Dios la mujer es inferior al hombre. La mujer por su naturaleza inferior está sujeta al sometimiento y a la penetración. El cuerpo de la mujer es el penetrado en sumisión, y de ningún modo lo es el cuerpo del hombre. Consecuentemente, el hombre no puede tomar el lugar humillante de una mujer, hacerlo va en contra de la naturaleza ordenada por Dios.
El argumento es misógino, por decir lo menos, y está claro que proviene de una época donde no se contaba con las corroboraciones de la ciencia natural de hoy en día acerca de la equidad y complementariedad entre sexos. Por lo cual, con tan inútil y falaz argumento, es trágico que muchos tipos de cristianismo persistan en su ignorancia voluntaria y arrogante, y su temor irracional a lo distinto.
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