Soy el sistema
¿En qué enfoco mi atención? ¿Cuáles son los temas que toman la mayor parte de mi esfuerzo y de mi esmero al reflexionar? ¿En cuáles temas mantengo un cabal estado de ignorancia? ¿Cuáles de esos temas que ignoro podrán ser por completo relevantes para el futuro no sólo de mi diminuto círculo de influencia sino de la biósfera de este planeta? ¿Es posible lograr coherencia al pensar “globalmente” y actuar localmente como consecuencia de ese posible esquema global?
Pero para comunicar efectivamente el sentido desde el cual hago esas preguntas debo primero intentar aclarar algunas cosas. Por ejemplo, con pensar “globalmente” quiero decir lo que pueda corroborarse como verdadero de una manera común, aquí y en todas partes del mundo. Sin embargo, dado que el fenómeno humano es tan diverso, tal que las diferentes formas de multiculturalismo apenas pueden ser enumeradas, entonces ¿cómo se podría pensar globalmente? Y, quizá más importante, ¿para qué pensar globalmente? Por pensar globalmente intento decir algo similar a la idea de buscar la verdad o la idea de pensar objetivamente; es decir, mantener la disposición intelectual por distinguir si hay fantasmas que sólo viven en mi cabeza o si la materia del discurso tiene referente en el mundo afuera de mi cabeza. En todo caso, se trata de una aspiración, de algo a lo que se intenta llegar aunque nunca sea justificable afirmar haberlo conseguido. Por lo cual, pensar globalmente es inherentemente un intento de humildad, de reconocer lo poco que se sabe, sin la presunción de poseer conocimiento que realmente no se tiene. Esto es especialmente importante pues ese tipo de presunción es, en parte, causa de los acuciantes problemas en la sociedad y de ningún modo se justifican posiciones absolutistas, “visiones globales”, que como dogmas se impongan sobre los demás.
¿Estará justificado decir que cada individuo está compuesto por sistemas, e.g., físico-biológicos, y que, al mismo tiempo, es una parte dentro de un conjunto de sistemas, simples o complejos, físicos o sociales, que lo engloban a diferentes escalas, e.g., sistemas económico-políticos, sistemas de creencias, sistemas urbanos, etc.? Si esto es cierto, entonces quizá está justificado decir también que habría sistemas locales que forman parte de sistemas a escala global o mundial. Así, si consideramos el potencial del humano para desarrollar sus facultades propias, entonces es posible que un individuo logre tomar conciencia de un número cada vez mayor de estos sistemas que lo componen o de los cuales es una parte. Si atisbamos la historia de las ideas vemos que se justifica pensar que dicha conciencia puede derivar en la transformación de algunos tipos de sistemas —en particular los sistemas que el propio humano ha inventado, e.g., el sistema monetario mundial— a partir de una simple idea que, al desarrollarse, se convierte en una idea común. Al inicio, quizá, tal idea se puede etiquetar como una herejía simplemente por no ajustarse a lo establecido, pero luego, si corresponde con la realidad o implica una nueva realidad, la idea llega a formar parte del sentido común en una determinada época. Por ejemplo, ¿no acaso, en sus inicios, se consideró absurda la idea de hablarle a un aparato de telefonía en lugar de directamente a una persona? ¿Alguien hoy considera absurdo hablar por teléfono con alguien más?
Por lo tanto, no se justifica afirmar que es inútil tomar conciencia de los sistemas de los que somos sólo una parte, debido a que no hay manera —dicen— de cambiar al “mundo real” y que, como individuos, sólo nos corresponde obedecer y seguir la voluntad de la mayoría, ya que la mayoría es quien tiene la fuerza, y la conciencia de un individuo no puede lograr ningún cambio relevante.
Tanto no se justifica afirmar lo anterior que para mí, hoy, es evidente que tomar conciencia de los sistemas de los cuales soy una parte es, como humano, no sólo posible sino indispensable. En otra ocasión será pertinente reflexionar sobre mis propios vacíos éticos, como la cobardía, la codicia o la autocomplacencia, por los cuales, desde el fondo y en los hechos, lograr dicha conciencia no deriva en una razonada oposición sino a un silencio cómplice.
Cambiar al sistema establecido en su conjunto es una tarea colosal. Sin embargo, en la relación del todo y sus partes el individuo tiene su responsabilidad como parte del sistema, y sospecho que me corresponde también a mí rendir cuentas del estado de la situación. No se justifica decir que la clave del cambio está en “ellos” pues no hay tal “ellos” cuando yo soy parte del mismo sistema. Como miembros del sistema que somos, una de las mejores y más constructivas aportaciones que podemos hacer es la autocrítica; y como yo soy el sistema entonces esa autocrítica incluye el más severo y cruento análisis crítico hacia el sistema, que no a las personas en general pero sí a sus acciones pues no falta quien piense que defender al sistema es algo positivo tan sólo porque le beneficia en lo personal. Hay quien defiende al caduco sistema simplemente porque no quiere verse a sí mismo en la pena de reconocer que se equivocó o quiere evitarse el esfuerzo de mejorar por sí mismo sus opiniones. Hay quien ha dejado crecer su ego de una manera tan desproporcionada y monstruosa que de hecho está dispuesto a sacrificar a otros humanos con tal de que no se toque su ego: “¡Tengo que, por fuerza, estar en lo correcto, los equivocados son los demás!”
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