El cielo
Aquí quiero elaborar un poco más lo brevemente mencionado sobre «El cielo» durante un breve intercambio de ideas con Gustavo Sassano acerca de la educación. Interpreto la mención de la idea de cielo, en dicho diálogo, como una alusión a una de las posibles postrimerías que plantean las teorías teológicas cristianas tradicionales*, entre las cuales están algunas teorías católicas, greco-ortodoxas, y también protestantes o evangélicas —las otras postrimerías o novísimas son la muerte, el juicio final y el infierno—. Según estas teologías, el cielo sería una de las posibles situaciones últimas del ser humano, un posible destino final. Todas estas postrimerías implican el concepto de la vida perdurable o vida eterna, y tal vida consistirá de sólo una de dos posibilidades: la felicidad eterna o la desdicha eterna.
*Aclaro que no todas las tradiciones religiosas abrahámicas incluyen el concepto de «cielo». Por ejemplo, algunas teorías teológicas judías no contemplan ningún tipo de vida después de la muerte natural. Sin mencionar otras tradiciones religiosas, como algunas tradiciones orientales, que carecen también de dicho concepto de «cielo».
Las dicotomías absolutistas que se derivan de ese tipo de teorías teologías no dejan espacio para tonos de gris sino que cierran por completo la puerta a la discusión de un tema que ha contado con relevancia filosófica por siglos: respuestas últimas a preguntas de trascendencia, «aquello que está más allá de los límites naturales, y desligado de ellos». Tema para pensar con calma y sin saltar apresuradamente a conclusiones. Pero si cuando niños o jóvenes fuimos adoctrinados con las ideas de esas teologías dogmáticas entonces podrían forman parte de la cosmovisión por la que ahora nos orientamos en la vida adulta —quizá con mucha mayor frecuencia de la que estamos dispuestos a reconocer. De cualquier modo, imagino que llega un punto para muchos adultos en que necesitamos revisar a fondo lo implicado por los opuestos referidos por las palabras «cielo» e «infierno». Refiero una reflexión sobre el análisis de opuestos: Con medida.
Sobre el estado ulterior del humano —regreso a Gustavo— podemos imaginar un estado sublime de conciencia en una sociedad donde una educación científico-filosófica nos libere y la vida en su conjunto pueda desarrollarse a plenitud en nuestro propio planeta, sin necesidad de postergar ese estado y esperarlo para cuando la vida humana haya terminado. Aquellas teologías dogmáticas presentan panoramas de tiempos antiguos, cosmovisiones pre-científicas, conservadas a fuerza de no cuestionarlas a fondo, por lo que el individuo de hoy enfrenta la decisión de evaluar la relevancia de tales teologías ante conocimiento confiable disponible ahora. Los individuos contamos con relativamente pocos años de vida, comparados con los eones geológicos o los astronómicos, pero de esa vida quedan sus efectos, principalmente en las siguientes generaciones. De ahí la relevancia de repensar el concepto de «cielo», de «paraíso», de «infierno», pues con qué derecho esta generación, y sus teologías dogmáticas, estorba a las siguientes generaciones para imaginar y avanzar hacia lo posible: la integración sustentable de la especie humana en la totalidad de la biosfera terrestre. Sin ser teólogos, autores como R. Buckminster Fuller y Kiyoshi Kuromiya, en su obra Critical Path, ofrecen reflexiones que pueden ayudar al individuo a replantear, con un sentido más honesto, lo que puede ser tanto el paraíso como el infierno aquí mismo en la Tierra.
Aquellas tradiciones dogmáticas dicen: «Los que van al cielo son los que mueren en estado de gracia y los que han satisfecho enteramente a la justicia divina». ¿Qué es el estado de gracia? ¿Cómo se satisface la justicia divina? Por supuesto, aquel interesado en respuestas justificadas deberá hacer un mínimo de investigación teológica y será usual que de tal indagación no se obtengan respuestas simplistas y “prácticas” sino esquemas teóricos que requieren interpretación concreta por parte de los individuos. Tradicionalmente son los prelados jerárquicos eclesiales quienes hacer el trabajo interpretativo que luego las masas deben engullir cual papilla. Pero cuestionar tales interpretaciones y sus fines es parte de ese replanteo que un individuo interesado en mejorar sus creencias y opiniones necesita realizar a conciencia; es decir, «como Dios manda». Así podrá sopesar la situación y ver cuánto soporte tiene la conclusión “la recompensa sucede allá, no aquí” de aquellas teologías dogmáticas anquilosadas.
Lo arriba planteado implica una deconstrucción de aquellas teorías dogmáticas de tradiciones religiosas establecidas; estas, típicamente, se han defendido con un paternalismo recalcitrante que etiqueta como “maligno” a todo aquello con tufo posmoderno para de esa manera atraer la atención de los individuos hacia lo establecido como sinónimo de “lo mejor”. Sin embargo, el individuo necesita reflexionar sobre el pensamiento posmoderno pues por ignorarlo no llegará a estar mejor preparado para aportar al inevitable devenir histórico de la sociedad. Además, podría encontrar que algunas corrientes del posmodernismo —el cual aún está en estado de flujo y su definición es aún como una nebulosa— (ver ¿El maligno posmoderno?) empoderan al individuo en lugar de a lo establecido y ayudan a formular una cosmovisión debidamente justificada y alejada del enajenamiento del ser propio. Una cosmovisión donde incluso las virtudes teologales (fe, esperanza, amor), las virtudes morales o cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) y las virtudes evangélicas (humildad, pobreza, castidad, obediencia) carezcan de interpretaciones descuidadas y, por el contrario, cuenten con una interpretación que ayude a edificar lo que Wilfred Cantwell Smith, en su obra El sentido y el fin de la religión, llama la encarnación de la fe y que es esa cosa un tanto imprecisa denominada: carácter:
«De vez en cuando nos encontramos con personas entre cuyas cualidades destaca la de encarnar su fe de un modo tan claro y espontáneo que uno reconoce de inmediato la evidente finalidad del carácter humano. Entonces nos damos cuenta de lo secundarias e irrelevantes que son otras manifestaciones religiosas, independientemente de que su fe se exprese mediante afirmaciones verbales que nos resultan ajenas o que asuma la forma de un culto que nos parece muy remoto...Si no fuera por el hecho de que nadie se encuentra en posición de juzgar, diría que es mucho más legítimo evaluar una determinada tradición religiosa en función del tipo de carácter que produce su fe que hacerlo basándose en la razón, en la revelación o en cualquier otro criterio de naturaleza impersonal.»
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