La reflexión filosófica es sólo para adultos - 2a edición
¿Reflexión filosófica?... ¿Y eso para qué?
La condición de ser infante
El infante y el menor de edad comparten ciertas características que los hacen diferentes de una persona adulta, es su inmadurez. Ambos están en el período durante el cual permanecen bajo cierto tipo —en diferentes grados— de tutela física y mental; es decir, que requieren continuamente de alguna especie de supervisión o guía por parte de los adultos para evitar se dañen ellos mismos o a otros; este es el sentido por el cual en este texto nos referimos al infante y al menor de edad como si se tratase de lo mismo.
Ser menor de edad es algo pasajero, y es dicha tutela precisamente la condición que debe tener carácter temporal para que pueda ocurrir el desarrollo de la persona. De otro modo, si la tutela fuese permanente, la persona carecería de las oportunidades de aprendizaje que le permiten por sí misma abordar la vida y le procuran su desarrollo pleno; de su ser físico y de su ser interno. De este ser interno humano nos ocuparemos en este breve texto, en particular de su esquema general y de lo que puede desencadenar su desarrollo.
El ser interno de un infante necesita la tutela para entender algo que justamente no podría concebir por sí mismo pues se sale de sus capacidades, es decir, no existe posibilidad de conciencia fuera de los márgenes de su alcance al día. En parte, es la razón detrás de la clasificación “sólo para mayores de edad o adultos” para entretenimientos o contenidos que contienen brutalidad, egoísmo rampante, desenfreno, sensualismo, etcétera. Sólo los adultos, los que entienden de qué se trata dicho contenido, podrían abordarlo como lo que es. Y son los adultos tutores los que establecen qué es bueno y qué es malo para los infantes. La esencia para el desarrollo del menor consistirá en expandir su alcance abriendo esos márgenes, logrando una visión de conjunto que le provoque más libertad y más responsabilidad (facultad para dar cuentas de su libertad). De esta manera los tutores serán libres del miedo a que el infante tome la vida como lo que no es; quien —con un mayor alcance— ya empezó a dejar atrás la necesidad de la tutela, disponiéndose para arrancarle a la vida su siguiente aprendizaje.
Infantes en cuerpos crecidos
Parece estar bien establecido en la sociedad que los infantes son los que necesitan a un adulto quien les diga cómo son las cosas, para que no vayan a malinterpretarlas, pues por sí mismos son propensos al error —así va la creencia—. Muchos de nosotros pasamos años y años asistiendo a un sistema escolar basado esencialmente en dicho credo, donde casi por completo estuvo ausente el desarrollo de la capacidad propia que permite al menor enfrentar nuevas situaciones por sí mismo sin la necesidad de un tutor, donde la memorización de respuestas mecánicas resulta inútil. Como las cosas importantes por aprender son mucho más de lo que se puede abarcar en la escuela tradicional, podemos considerarnos —a lo mucho y por muy buenas calificaciones que hayamos sacado— acreditados a título de insuficiencia en la materia de la vida adulta. Tal es así, que los que supuestamente ya tomamos las cosas como realmente son: confundimos a la educación con el cursar materias en la escuela; tenemos por adultos a quienes, aún con años encima, exhiben un comportamiento inconsciente, no están dispuestos a cuestionar sus creencias ni a aprender nada nuevo, repiten una y otra vez lo que otros han hecho con tal de perpetuar lo establecido; mantienen y promueven misticismos que prometen resolver todos los problemas mágicamente; en fin, confundimos la edad cronológica con la edad del ser interno.
La escuela o sistema escolarizado, tal como lo conocemos, es un sistema relativamente reciente (de hace 200 o 300 años para el caso del Continente Americano) cuyo diseño esencial obedece a objetivos propios de la autoridad en funciones —Estado o cleros regulares—, como medio para lograr sus planes para la sociedad local en su conjunto, y definitivamente no para el desarrollo de los individuos sino para que estos puedan servir como piezas en la construcción social y colectiva de las naciones. Por ejemplo, ante la revolución industrial, Estados Unidos de Norteamérica concluyó que para lograr sus planes de industrialización sería necesario contar con una fuerza de trabajo dispuesta a ser parte de una máquina, obedeciendo —sin replicar— órdenes del superior y repitiendo incesantemente tareas mecánicas; por lo tanto, la escuela fue la respuesta del Estado y del clero para las demandas de los dueños del capital económico quienes necesitaban mano de obra adecuada; la escuela sería el lugar en donde los futuros trabajadores fueran adoctrinados para leer instrucciones básicas y obedecerlas estrictamente, a formar filas, mantenerse en orden y en uniformidad, a repetir y memorizar, a iniciar y detener actividades al toque de una campana o timbre; tal y como sería en su ambiente de trabajo futuro en la industria. En otras palabras, para el beneficio escogido por la autoridad establecida se diseño un sistema que, en esencia, quebrantara desde la infancia el espíritu inherentemente libre de las personas. Por supuesto, se les dijo que todo era por su propio bien, que todo era para el progreso de la nación en su conjunto.
La condición de ser infante físicamente suele quitarse con el paso del tiempo, no sucede así con la infancia en otras áreas de nuestro ser, por lo que evidentemente aquí no sólo estamos hablando de menores en años, sino también de personas con mayoría de edad cronológica pero que no saben en realidad cual es su edad interior; que para decirlo claramente, somos la gran mayoría de nosotros que apenas —si acaso— alcanzamos ir un rato a la escuela y eso sirvió como el todo de nuestra educación. El presente escrito está dirigido principalmente para los que ya parecemos ser adultos hechos y derechos, para aquellos que tan sólo —y a lo mucho— recibimos escolarización disimulada de educación, pero que aún aspiramos alcanzar la mayoría de edad interna y, con ella, continuar nuestra educación sin importar cuán impopular (y emocionante) pueda ser el camino.
La educación nos ayuda a empatar nuestro estado de conciencia a nuestra edad cronológica, y más; sirve para hacernos más libres, más responsables, más pensantes; en resumen: para ser más de lo que hace humanos a los seres humanos individualmente y en sociedad.
Autoridad y paternalismo
El ejemplo de la escuela que ya contamos nos deja ver cómo las sociedades a las que pertenecemos tienen cada una, en su conjunto, su propia agenda. Pues que así sea; sin embargo, aquí estamos tratando del desarrollo pleno de la persona, es decir, de su educación —de esa que está en manos del individuo—. Nadie puede educarse por otra persona, la educación no se puede delegar, no podemos mandar a la secretaria o al vecino para que se eduque a cuenta de uno. Educarse es darse cuenta, es tomar más conciencia de cómo en realidad es la vida, así que, educarse es un cuento de nunca acabar.
Nuestra propia agenda educativa —ese darse cuenta a título personal— incluye tomar sentido y significado del rumbo decidido por autoridades establecidas (padres de familia, el Estado, clero regular, docentes, gerentes y directivos) en las sociedades a las que pertenecemos, esa es una buena manera de tomar en serio dicha pertenencia. Entender el sentido de lo que la autoridad elije ofrecer al conjunto nos dice a qué tipo de situación nos prefiere llevar ya que, como el ser humano en sociedad ya registra cierto recorrido, esas elecciones no son inéditas y podríamos analizar sus costos y beneficios a la luz de otras sociedades cuyas autoridades han tomado rumbos similares en la historia de la humanidad.
Un caso peculiar es el de la autoridad paternalista, es decir, esa con tendencias a aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a relaciones sociales de otro tipo (laborales, escolares, eclesiásticas, políticas); asumiendo que le corresponde establecer lo que está bien y lo que está mal para su sociedad, algo así como decidir a priori con qué puede y con qué no puede lidiar su gente. La premisa pareciera ser que el público carece de conciencia y no puede determinarlo por sí mismo debido a su condición de ser infante. Pero, ¿será esa una buena manera de ayudar a que su público tomé conciencia y continúe su crecimiento interno? ¿No sería mejor procurarles la manera para que decidan por sí mismos? ¿Qué impide a una autoridad establecida incluir el desarrollo interno de los suyos como parte de su agenda de conjunto?
En ocasiones, simplemente esa no es la misión de una organización, como las dedicadas al altruismo o la filantropía, que procura exclusivamente el alivio a personas en condiciones de mucha necesidad física, y que diligentemente busca el bien ajeno aun a costa del propio; su motivo principal es el amor al género humano, por el ser humano mismo y sin intervenir de ninguna otra manera en sus vidas.
En otras ocasiones una organización busca exclusivamente su progreso y proliferación, un ejemplo es el corporativismo religioso (tendencia abusiva a la solidaridad interna y a la defensa de los intereses de la institución por encima del individuo). Si la autoridad explícitamente mantiene dicha exclusividad por medio del control de la información y la conservación de su tutela sobre la audiencia entonces es una autoridad perversa y corrupta. Por otro lado, si la autoridad no sabe que incurre en dicha exclusividad, entonces es una de esas organizaciones inconscientes —tan populares en la historia humana— con intenciones impecables y propósitos inmaculados pero que provocan más agravios que beneficios a los suyos.
Por otro lado, hay organizaciones que sí persiguen un crecimiento mutuo simultáneo, el desarrollo personal de los miembros y la manutención de la autoridad. La condición de ser infante en el público será temporal y se procura lo necesario para que lleguen a ser adultos internamente, a saber, la autoridad provee medios diversos y no discriminatorios para la educación (proceso gradual de adquisición de conocimiento confiable) de los suyos, y no solamente su escolarización (adoctrinamiento para infantes).
Muchos de nosotros, ya sea en la vida familiar o en cualquier otro tipo de organización humana, nos encontraremos en posiciones de autoridad a lo largo de nuestra vida y se requiere una práctica seria y constante de la autocrítica para reconocer cuál de los planteamientos anteriores describe mejor nuestro comportamiento hacia nuestro público; además, se requiere aún más fibra moral para ser capaz de buscar y aprender de la opinión educada que nuestra audiencia pueda tener al respecto.
El “derecho” a opinar
Ahora consideremos algo relativo al público en general, se trata de una peculiar creencia: “tengo derecho a opinar”. Las bases del supuesto derecho no están claras, pero suena como si fuese un derecho fundamental y generalizable para todos los individuos indistintamente. Por lo que es sensato preguntar, por ejemplo, ¿en qué se basa el derecho de alguien para opinar acerca de la ciencia mientras que dicha persona desconoce las propiedades del esfuerzo científico? ¿Qué le da derecho a un científico opinar sobre el trabajo teológico si desconoce los términos de lo planteado? ¿Por qué dañarse a sí mismo al opinar destructivamente de la actitud filosófica? Ultimadamente, ¿qué peso relativo tendrán las opiniones que no están debidamente fundamentadas en conocimiento corroborado? ¿Qué justifica sostener una opinión basada en la ignorancia? He aquí que opinar tan sólo porque se puede opinar, sin atención, representa un serio agravante para la sociedad a la que se pertenece y se representa.
El público en general hace bien en participar junto con la autoridad establecida por medio de las diversas formas de aportar para el desarrollo de la comunidad, pero entre sus aportaciones más importantes seguro se encuentran las opiniones educadas acerca de las decisiones que la autoridad toma en su nombre. Sin embargo, no es realista esperar que un público sin madurez interna, sin educación, pueda ofrecer crítica constructiva, argumentando y cuestionando con planteamientos bien fundamentados que incluyan aportaciones importantes para la mejora sostenible de su sociedad. Por eso, una conclusión prudente por parte de cualquier autoridad es buscar medios para la educación de su público y de sí misma pues esto ofrece mejores condiciones para un desarrollo mutuo sostenible. La educación no sucede por decreto o mandato de autoridad alguna. La escolarización puede ser impartida y el entrenamiento puede otorgarse, pero la educación sólo puede ser elegida; en otras palabras, la educación es una decisión personal para siempre mejorar nuestro estado de conciencia y corresponde a cada individuo tener el gusto por su educación, entonces, poder ofrecer opiniones valiosas para cualesquiera que sean los planes y propósitos de la asociación en cuestión.
La dulce y cruel ignorancia
Sin embargo, no es difícil observar que actualmente la decisión por la educación no es muy popular. Dejar que la autoridad establecida tome las decisiones por uno parece ser más cómodo y de hecho es menos oneroso para un gran número de personas. Lo que resulta mortal es creer al mismo tiempo que “tengo derecho a opinar”, es como seguir creyendo en los tres reyes magos y tratar de ser adulto a la vez. Una explicación plausible para tal conducta es que la persona tan sólo sea adulta físicamente pero no lo sea internamente —mental y emocionalmente—, es decir, que la persona haya elegido permanecer en su condición de ser infante. Eso explica la actitud burlona o el sentimiento de aversión que este tipo de infantes tiene hacia quien toma algún sendero diferente o impopular, hacia quien elije incluir a la filosofía, la ética y la ciencia como herramientas para su educación, hacia quien reconoce lo insuficiente de los enfoques puramente prácticos o simplistas.
Una persona puede elegir libremente la felicidad y la despreocupación que la ignorancia otorga. Ya alguien lo dijo: “¿Por qué desperdiciar el tiempo aprendiendo cuando la ignorancia es instantánea?”. Las condiciones para la auto-complacencia y la auto-compasión que ofrece la ignorancia son reales, no es de asombrarse que la condición de ser infante sea lo popular dentro de las organizaciones civiles, gubernamentales y religiosas. El precio es permanecer en un estado estático de ignorancia en donde las dulces emociones que provienen de creer en cuentos de hadas están a la mano sin mayor empeño. La gratificación instantánea del pensamiento mágico, el disfrutar alegría y aprobación aquí y ahora sin molestarse en analizar costos y beneficios de nuestra conducta a largo plazo, son los atractivos de la condición de ser infante.
Un caso particular de estado de ignorancia es la suspensión explícita del aprendizaje por mantener un conjunto determinado de creencias en su percepción original, cancelando así cualquier oportunidad para mejorar dichas creencias; como ejemplo está un caso que llama especialmente la atención, el dogmatismo. El pensamiento dogmático es la posición de personas que no están dispuestas a cambiar de opinión por ningún motivo, se pueden encontrar por igual dentro de comunidades religiosas, científicas, deportivas, políticas, etc. y creen que su modo de pensar representa un ejemplo positivo de apoyo o divulgación para su causa, de la que incluso podrían llegar a ser considerados paladines. Una perspectiva histórica podrá, sin mucho esfuerzo, encontrar al dogmatismo detrás de incontables atrocidades cometidas —por el Estado o por el clero, y a manos del pueblo, en contra del pueblo— en el nombre de una percepción tajante y absolutista. Un ejemplo son los hechos y la explicación de los nacionalsocialistas del partido alemán nazi al quemar 20 mil libros en 1933: "contra la decadencia moral y a favor de la disciplina, la decencia y la nobleza del alma humana".
La historia lo confirma: “Ahí donde queman libros, terminan quemando hombres”.
Un sendero liberador
Entonces, ¿cómo se expande un ser humano por dentro? ¿Cómo abrimos los márgenes de nuestro alcance interno para aspirar a un desarrollo pleno? El ser interno recibe varios nombres, es el espíritu y es el alma, que abarca los pensamientos y las emociones, es decir la mente y el corazón, intelecto y sentimientos, raciocinio e intuición. Las personas nacemos con esas facultades, nos hacen seres humanos —y no ovejas, con respeto a la especie ovina—. Así, a la persona se le puede ayudar dejando que lo intente por sí misma, sin procurarle todo peladito y a la boca, sin tratar de hacerle todo o concluirle todo, dejando de establecerle qué si y qué no hacer, pensar, decir, creer (sin importar lo inmaculado de nuestra intención).
Una educación liberadora, pues, nos ayuda a reconocer los límites de nuestro conocimiento para que podamos llegar a ser más humanos, más comprensivos, y más apasionados de la vida y del aprendizaje; es la tarea de la filosofía. No es que aspiremos a una sabiduría infinita, sino que aspiremos a poner límite al error infinito; a eso apunta la ciencia. La ética nos ayuda a obtener lo más de nuestra libertad y a empeñarnos por vivir lo mejor de la buena vida. Una actitud gustosa por averiguar los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento confiable de la realidad así como el sentido de la conducta humana —es decir— la preferencia por una actitud filosófica, es parte del camino hacia el desarrollo del ser interno; adoptar de continuo la reflexión filosófica ayuda en la carrera para alcanzar la mayoría de edad interna.
Conclusiones
Primero, ya podemos plantear que la reflexión filosófica podría recibir la clasificación “sólo para adultos”, con base en lo establecido previamente, pues algunas personas que son expuestas al contenido de la reflexión filosófica encuentran que sus más entrañables creencias —como las percibieron originalmente— no son ciertas y al contemplarse privados de las emociones que les producen dichas creencias prefieren descartar toda búsqueda o aprendizaje adicional por ir en pos de aquello o de quienes les afirmen sus emociones (en ocasiones referido como “lo que siente tu corazón”). De esto se desprende la observación que promover a las emociones —como golosinas para infantes— o “el estado del corazón” como objeto último de búsqueda por encima del raciocinio no resulta en algo absoluta e incondicionalmente positivo (y viceversa, claro está). Sobre todo considerando que entre más tiempo transcurra una persona manteniendo una creencia sin mejorarla, más difícil podría resultarle cuestionar su entendimiento original en dicha creencia.
Segundo, los fines que persigue la reflexión filosófica, personal, coinciden con los fines que una autoridad busca al proveer medios para la educación de los suyos y de sí misma. Por lo que abrir los espacios y los formatos, dentro de una sociedad u organización, donde brote y florezca la reflexión filosófica procurando la difusión de las bases de la filosofía (filosofía de la ciencia, filosofía de la religión, pensamiento crítico, pensamiento creativo, etc.) es algo muy sensato que una autoridad puede hacer en nuestros días por las personas en su audiencia1.
Notas
1 Versiones preliminares de este ensayo han sido presentadas a varios representantes de la autoridad en organizaciones tanto civiles como religiosas, pues el planteamiento aplica de forma generalizada en la relación autoridad – público. Entre las respuestas recibidas se observan desde posiciones a favor hasta posiciones sanamente escépticas. Sin embargo, es peculiarmente notoria la respuesta de algunas autoridades religiosas la cual, básicamente, consiste en explicar que como los apóstoles de Cristo fueron incultos en su época entonces su público hoy en día tampoco necesita tal enfoque en la educación. El hecho de que han pasado más de dos mil años de aquellos sucesos parece no hacer diferencia en su respuesta. Pues entonces quedan abiertas preguntas como ¿es el caso de estas autoridades que ni ellos mismos se educan ni aceptan que su público lo haga? ¿Suponen que su audiencia está compuesta exclusivamente de adultos (internamente hablando)? De otro modo, ¿cuál es el motivo detrás de su posición? Siendo que, quizá, su audiencia se encuentre entre las más necesitadas de la reflexión filosófica y de la mayoría de edad interna.
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